martes, 6 de septiembre de 2011


¡Cómo nos gusta creer que vivimos una película y que somos el protagonista! Cuanto más fantástica e inconexa mejor. Inconexa llena de conexiones chisporroteantes. Nos encanta eso de ser aquél individuo que a veces, desahuciado, abandonado y lacrimógeno se desarma expectante frente a esa ventana, con la sonrisa que sacó del “jarrón de ocasiones especiales” que no le sirve para nada.

El que planea, de planear, de planeador, por el cielo. El que aterriza de un golpe seco en el suelo resquebrajado de un desierto y se levanta para ser inundado por mil mareas olvidadas. Donde en un equilibrio de verde teñido con lágrimas ácidas, nos transportamos hacia esos sueños que nos envuelven cuando estamos despiertos y no nos dejan pisar la tierra a la par de todas esas raíces ansiosas y sedientas de historias.

Cuánto tiempo lleva el aprendizaje de volver siempre al mismo lugar sin un rasguño… Cuántas palabras hacen falta para lograr una sonrisa reparadora, si la escena de esta película nos lleva directo a un fade out eterno, un eco que se tapa con los gritos pero se despierta cuando batimos las pestañas.

¿Alguna vez pensaste qué increíbles son todas esas ráfagas de aire que entran en cada célula al respirar, peleando por oxigenar y mantener vivo a un conjunto de masa transitoria y efímera que somos?

Y así como en esos caminos que vi ese día, es posible que lleguemos igual. La encrucijada nos confunde, como en esos cuentos de múltiples desenlaces. Animarnos a elegir uno, sabiendo que el otro quedó fuera, y que nunca va a volver, y que si hubiera sido, todo habría tomado rumbo para otro lado totalmente distinto. Aprender a creer en la sincronía de cada decisión consciente o no, aprender a ver que cada pensamiento está transformando tu universo. Que cada mirada hace un mundo nuevo, que cada lágrima te remonta a un nuevo mar. Y que lo que vemos, esa película, desde adentro, está siendo grabada, sin ensayos, sin pruebas y sin castings.

Quién pudiera vivir la película de otros en lugar de la propia… ¿Quién dijo que no se puede? ¿Nadie te dijo que sos todos y todos son vos?

jueves, 13 de enero de 2011

Recordar


Es que me daba miedo escribir.

Cada vez que escribo comparto lo que mi mente acumuló. Se ordena el desorden, se aclaran dudas. (A veces no está bueno que se aclaren dudas.)

Otras veces, casi todas, las dudas son las que me corroen el cerebro. Ante todo y todos.

Entonces estaba en que me daba miedo escribir. Acá está el tema: escribir sobre algo que pasó y que nuestra mente sabe que pasó. Pero al plasmarlo, editamos, ponemos adjetivos, verbos, exageramos expresiones, seleccionamos, variamos el tiempo, el lugar, los tonos, y eso hace que todo adquiera un tinte literario que no necesariamente está presente en los pensamientos corrientes y en los recuerdos “reales”.

Pongámonos de acuerdo en que los recuerdos no tienen adjetivos. Son sensaciones. Los sentimientos no están acompañados por sustantivos, son así, son lo que está adentro quemándose, moviéndose, tiritando, retorciéndose o flotando.

Entonces no quería escribir, no quería decir, no quería poner nada. No hay nada que pueda escribirse sobre lo que no quiero escribir. O no quería que nadie sepa. ¿Querré olvidar? ¿Querré que todo quede en algún lugar de mi mente? ¿Adónde van esos recuerdos que no recordamos más? ¿Dónde están esos momentos que el cerebro quiso borrar? ¿Y si no están borrados? No, no están borrados. TODO queda en algún lado. ¿Y si están compartiendo lugar con recuerdos de otras personas y en algún momento se produce por error –o no- un traspaso de esos recuerdos que generan cuasi déjà vúes desconcertantes en el momento menos esperado?

Yo recuerdo haberlos vivido, no recuerdo cómo, no recuerdo cuándo, no recuerdo por qué. Y el para qué, se filtra y me obliga a citarlo. Pero no se va a salir con la suya, porque la idea de esto es decir que no tenía ganas de escribir.

Y hasta ahora logré mi cometido: no contar nada más que la sensación que me produce tener mil recuerdos que no quiero contar. Y eso que están ahí. Sé que están ahí. Tan vívidos como la realidad misma en que ocurrieron. Realidad, digo. Realidad, si así puede llamarse.

Y así es como mis dedos van saltando como liebres sobre el teclado, que escribe lo que ellos le dicen, sin quejarse. Mientras tanto, un poco más arriba, el rostro no quiere dibujar ninguna sonrisa, no quiere hacer caer ninguna lágrima, ahí no se perfila ninguna mueca. Una boca entreabierta permite que siga viva, haciéndome respirar con un poco más de ruido que lo habitual y, quién sabe, también el corazón esté latiendo a una velocidad un poco más apresurada que lo acostumbrado. Como si de él saltaran miles de luces blancas, en forma de fuegos artificiales. Vos entendés.

Y me recluí porque creo que mi mente quiere estar sola un rato. Pero no puede del todo, porque siempre hay algo que la estimula para seguir girando. Y acá me encontré escribiendo, sin tener ganas de escribir. Pero lo logré: no escribí sobre lo que la mente pretendía dictar. Escribí sobre el estado de queja que mi mente presenta cuando no quiero hacerle caso acerca de lo que tengo o no que escribir.

Miré un segundo la lana de colores y entendí que mi cabeza es así. Y hace un rato la ordené, de madeja a ovillo. Y lo mismo con las ideas. Cada vez que dudaba: NUDO. Cada vez que aclaraba algo, el fino hilo parecía un pedazo de seda corriendo sin rumbo entre el viento. Así de simple.

Quién sabe lo que quiero decir. Quién sabe lo que quiero hacer. A veces los estados mentales confunden a la propia inteligencia, la engañan, la engatusan. Nos hacen creer que estamos bajo un opio mágico que nos duerme para no sufrir. Y sufrimos más sin sentido. En una burbuja amarilla, y con un hombro dormido.

(Finalmente mis ojos saltaron hacia arriba, vi un arco iris, un atardecer, un pájaro. Ahora voy a leer todo esto y a olvidar que alguna vez lo hice. Para después releerlo y no entender nada más que el hecho simple y cumplido de haber querido escribir sin un propósito más que explicar por qué no tenía ganas de escribir… Y es simple: soy dueña de lo que recuerdo, y esas memorias hoy no se quieren convertir en arte. Y hay que respetarlas. El arte manda y sabe cuándo es su momento. Mientras tanto, puedo recordar lo que quiera cuando quiera, sin necesidad de leerlo. Confío en mis recuerdos. El día que no lo haga más, ahí podré decir que estoy perdida...)

El tiempo de arena

El tiempo de arena
~Alejandro Costas~

árboles que hacen el amor

árboles que hacen el amor
~Alejandro Costas~